martes, 24 de febrero de 2009

John Huston


Por supuesto, cuando son buenas, las películas son antiliteratura y, como forma de expresión, no pertenecen ni a los guionistas ni a los actores, sino a los directores, algunos de los cuales, evidentemente -John Huston es un buen ejemplo-, hicieron su aprendizaje como plumíferos a sueldo de su estudio. "Me hice director", ha confesado Huston, "porque ya no soportaba seguir viendo cómo destrozaban mis guiones". Pero esta no puede haber sido la única razón: este dandi larguirucho y de hablar pausado, que bien podría ser un vaquero tal como los imaginaba Aubrey Beardsley, posee en abundancia ese deseo de mandar que Zavattini desaprueba.


La obra y la personalidad de John Huston están inseparablemente relacionadas; sus películas trazan la silueta de su paisaje mental (como sucede con las de Eisenstein, Ingmar Bergman o Jean Vigo) de una manera nada habitual en la profesión, ya que la mayoría de los filmes son operaciones objetivas que no manifiestan en lo más mínimo las inquietudes subjetivas de quienes los realizan; por consiguiente tal vez me sea permisible dar una visión personal de la estilizada personalidad de Huston: de su cortesía de jugador de barco fluvial revestida de un barniz de baladronadas de rufián; de su risa sincera pero melancólica que se eleva sin alcanzar nunca sus ojos nada tiernos y rodeados de cordiales arrugas, unos ojos aburridos como lagartos tomando el sol; la resuelta seducción de sus miradas confidenciales y de su viril camaradería, dirigidas tanto a sí mismo como a su público, para camuflar una gélida ausencia de emociones, ya que, como sucede con todo seductor clásico -o encantador, si se prefiere-, el éxito de su poder de seducción depende de que jamás exprese emociones, de que jamás se involucre emocionalmente, pues hacerlo significaría perder el control de la situación, de la "película"; así que Huston es un hombre de obsesiones más que de pasiones, y un cínico romántico que cree que todo esfuerzo, virtuoso o malvado o simplemente perseverante, recibe el mismo premio: un cheque cuyo importe es cero. Pero ¿qué tiene que ver todo esto con su obra? Algo. Tomemos, por ejemplo, la trama de su primera -y aún su mejor- película como realizador, El halcón maltés, en la que el argumento gira alrededor de una valiosa joya con forma de halcón, un tesoro por el que los principales protagonistas se traicionan unos a otros, matan y mueren...para acabar descubriendo que el halcón no es el auténtico y enjoyado objeto sino una falsificación de plomo, un fraude. Y resulta que estos son el tema y el desenlace de muchas de las películas de Huston, de El tesoro de Sierra Madre, en la que el viento se lleva el oro reunido por el buscador y que tantas muertes ha causado, de La jungla del asfalto, de The Red Badge of Courage, de La burla del diablo y, por supuesto, de Moby Dick, esa desesperada plasmación de la derrota del hombre. De hecho, Huston parece haberse sentido atraído en muy raras ocasiones por argumentos que no vean el destino humano como una broma pesada, como una estafa sin paliativos; incluso los guiones que escribió de joven -por ejemplo, los de El último refugio y Juárez- confirman esta predilección. Como muchas obras de arte, las suyas -cuando quiere, puede ser un artista- son en gran medida el resultado compensatorio de una carencia del creador: ese vacío emocional que le lleva a ver la vida como una estafa (porque el estafador también es estafado) es el cuerpo irritante que provoca la gestación de la perla; y el tributo que ha tenido que pagar Huston ha sido ser él mismo, en términos humanos, algo parecido a un halcón maltés.




Truman Capote