lunes, 29 de diciembre de 2008

Un actor santo para un teatro pobre


Muchos hombres de teatro son conscientes del problema, pero pretenden solucionarlo de una de una manera falsa. Se dice: si el cine domina al teatro gracias a la técnica, hagamos un teatro más técnico. Pero, sin embargo, el esfuerzo meramente técnico es inútil. El teatro debe tener conciencia de sus límites. Si en ningún caso puede ser más rico que el cine, que sea pobre; si no puede ser pródigo como la televisión, que sea ascético; si jamás podrá ser un alarde o una atracción técnica, que renuncie a la técnica de una manera general. Así pues: un actor santo para un teatro pobre. Sólo en un punto la televisión y el cine son incapaces de superar al teatro: en la proximidad de organismos vivos, que hace que cada provocación del actor, todas y cada una de sus acciones mágicas (que el espectador es incapaz de reproducir) se convierta en algo más grande, extraordinario, cercano al éxtasis. Hay, pues, que suprimir toda distancia entre espectador y actor; hay que eliminar la escena, abolir cualquier frontera. Que la violencia se realice cara a cara, que el espectador camine de la mano del actor, que sienta sobre sí su aliento y su sudor. Proclamamos la necesidad de un teatro de cámara. ¿Por qué, al fin y al cabo, el teatro de masas? Los teatros no son hoy necesarios en absoluto, y si lo son es porque existen espectadores con necesidades especiales. Que sean pocos y pobres. Hombres que se construyan en la inquietud. Catacumbas espirituales en nuestra lúcida civilización, hecha de prisas y de frustraciones.

Ahora bien, para que el espectador pueda, ante el actor, encontrar un estímulo en la búsqueda de sí mismo, es necesario que haya cierto campo común, algo que ya exista en los dos, de forma que puedan injuriar con un gesto o arrodillarse concertadamente. Por eso el teatro debe afrontar lo que podíamos llamar los complejos colectivos, los signos del inconsciente colectivo, los mitos que no son una creación del espíritu, sino herencias recibidas con la sangre, el clima, la religión...



Jerzy Grotowski